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Algo atávico (o Los eclipses robados de mi familia)

Actualizado: 23 jul 2020

El misterio de algunos recuerdos de cuando nuestra más tierna memoria no se había formado todavía nos trae imágenes sin sentido e inconexas y muchas veces distorsionadas sobre nuestro pasado que en muchas ocasiones son difíciles de reconstruir o explicar, lo que relato a continuación es el rescate a través de casi cuatro décadas de uno de esos recuerdos.


Uno de los recuerdos más lejanos que poseo durante mucho tiempo ha sido también el más misterioso. Siempre he pensado que debía contar con unos cinco años o menos, llegábamos a casa una tarde y mi madre cerraba todas las persianas y nos decía, a mi hermano y a mí que no miráramos por las ventanas. La explicación que casi no recuerdo con el entendimiento de entonces pasaba porque algo iba a ocurrir en el cielo que no debíamos mirar, porque era peligroso. Durante años ese recuerdo volvió a mi mente y ante lo absurdo de su significado había acabado en el cajón de aquello soñado vívidamente pero no realmente acontecido.


Muchos años después he preguntado a mis padres sobre aquel recuerdo o sueño por si podía darme alguna pista sobre su origen. Mi padre lo desconocía y mi madre durante mucho tiempo tampoco supo responderme a los retales de información que le ofrecía, vagos y sin sentido. Sin embargo no hace demasiado pude reunir los suficientes retales y construir un relato total medianamente coherente que mi memoria guardaba, tal y como lo he expuesto anteriormente. Ante el recuerdo completo y mi pregunta de si era posible que tal cosa hubiera sucedido mi madre respondió: “Sí, es posible. Ocurrió”.


Con cierta sonrisa y vergüenza mi madre me contó que el recuerdo era correcto, aquella tarde iba a producirse un eclipse de Sol y ella bajó todas las persianas y nos dijo que nos podíamos quedar ciegos. Ante tal revivificación de mi memoria me escandalicé y le pedí más explicaciones.


El origen de tal actitud estaba en una vivencia personal de su juventud. En su adolescencia ante un eclipse similar en el instituto apartaron a todos los alumnos de las ventanas y los concentraron en el centro de las aulas porque, según me contaba, mirar un eclipse de Sol podía dejarte ciego.


Esa enseñanza, o mejor digamos, vaga e imprecisa advertencia se debió grabar a fuego en su mente y años más tarde la aplicó para proteger a aquellos que más quería.



Para desvelar el misterio volví atrás el reloj del ciclo Saros y descubrí que el eclipse que me había robado fue el ocurrido el 30 de Mayo de 1984, un eclipse anular que por donde yo vivía se vio en torno al 90% de ocultación del disco solar al final del día con el Sol muy tendido. Por lo que mi memoria me traía un recuerdo de mí mismo cuando contaba con cuatro años recién cumplidos. Viajando atrás en el tiempo y ajustando fechas el eclipse que robaron a mi madre, además de cierto sentido práctico de los conocimientos generales de un eclipse de Sol, fue aquel de la mañana del 25 de Febrero de 1971, un eclipse parcial que fue visto en la península con cerca del 60% de ocultación del Sol.


Pensando en estos eventos han venido a mi mente preguntas y conjeturas acerca de mí mismo, lo que vivió mi madre y lo que experimenta la humanidad en general ante hechos tan “sorprendentes” como los que brinda la astronomía.


Mi fascinación por el cielo y la astronomía podría encontrarse en este hecho muy anterior al que yo marcaba como el origen del mismo. El que suscribe había visto con voraz atención las películas de Tintín en su viaje a la Luna con el capitán Haddock, el profesor Tornasol (y Milú), así como las de “La Estrella Misteriosa” y “El Templo del Sol” (en el que Tintín provoca un eclipse). Tras esas películas veía apasionadamente la salida de la Luna llena por las montañas como un espectáculo sobrecogedor. Ahora pienso que aquello que viví seguramente con terror y la cabeza incrustada en los cojines del sofá activó algo en mí que me avisaba que lo que estaba por suceder en el cielo, si tan terrible era, bien merecería un furtivo vistazo (por supuesto un impulso generado en el profundo subconsciente que era frenado en las capas más superficiales controladas por el miedo) ¿Puede que de ahí venga todo? O más sencillamente soy alguien que ya estaba hecho precisamente a la espera de que un estímulo de este tema lo sobrecogiera y encaminara por estos derroteros astronómicos.


En cuanto a mi madre, me pregunto quién sería la lumbrera del instituto que o le transmitió una información tan errónea o transmitió tan erróneamente una información. Ciertamente mirar a un eclipse sin la debida protección es un peligro para la vista, pero es que en general mirar al Sol siempre es un peligro para la vista. El que se esté produciendo un eclipse no cambia la naturaleza de los rayos del Sol o su malignidad. En cualquier caso un eclipse genera la falsa sensación de que el Sol brilla menos y que por tanto “parece” que podemos mirar al astro sin peligro, no siendo así. Pero es que aun así lo de alejar a alumnos de las ventanas no tiene explicación, máxime cuando estos raros eventos son una oportunidad perfecta para la enseñanza, más en adolescentes y, con las debidas precauciones, dar una lección que en esa oscuridad traiga luz al conocimiento sobre el funcionamiento del Universo. Llevado de otro modo sólo devuelve a la Edad Media a nuestras mentes. Baste decir que mi madre cuenta con miedo en la voz, cómo se oscureció todo de pronto en el exterior por causa de aquello que no le dejaban mirar. Como si la sombra de una bestia los sobrevolara y debieran refugiarse “en el centro de la clase” para estar a salvo. ¿Nos refugiamos en el centro de las aulas de hoy en día de otras bestias? ¿Creamos todavía esas bestias por alguna razón concreta, interesada o equivocada? Con la gran cantidad de medios e información actuales, ¿hay todavía sitio para desinformaciones, medias verdades, malentendidos o equivocaciones? ¿Somos ya inmunes?


Finalmente está la humanidad a la que pertenecemos y no se me ocurre otra expresión que la de “miedo atávico” en cuanto a lo que debe sentir ese “ser” que es la humanidad ante el universo. Este “ser”, que es consciente y vive a través de los siglos, también debe tener una memoria perdida en lo que debieron ser sus “cuatro” años de edad, o su “adolescencia” si es que la ha alcanzado; recuerdos de sucesos inexplicables, peligrosos, terroríficos que han marcado su devenir a través de las épocas; momentos en los cuales la humanidad se ha refugiado en lo más íntimo de ella misma con temor e incertidumbre para protegerse y a aquellos que más quería. Eclipses, sin duda, pero también cometas, meteoros, bólidos y lluvias de estrellas, estrellas nuevas en el firmamento, parhelios, auroras boreales, escaleras de Jacob, manchas solares, puede que hasta arcos iris hayan cultivado un fondo de miedo y recelo en la humanidad hacia el cosmos que la haya llevado a refugiarse en la caverna, así como en el centro de las clase, como en los cojines del sofá. Pero no está todo perdido, hay esperanza; si igualmente el miedo de aquel eclipse de los ochenta despertó en mí una mirada anhelante hacia el Universo, en el humanidad lo ha ido haciendo con cada evento, llamando a dar una explicación, no siempre correcta, pero en la que el valor está en lo que queda dentro, en el propio acto de la pregunta.


Del mismo modo que yo miro a veces con un vértigo sobrecogedor a un cielo plagado de estrellas y a la vez siento en el rabillo del ojo que ese vértigo tiene una connotación de terror por muchas causas, algunas arraigadas en el episodio que cuento hoy y otras anteriores a mí; la humanidad debe tener muchas deudas pendientes en su “memoria” con otros tantos episodios, no sólo astronómicos sino de toda índole, que fueron mal enfocados en su momento por una información errónea o una asimilación errónea de la información, generando esos demonios, fantasmas, supersticiones o miedos, pero también fascinaciones igualmente atávicas.


Aquí vendría que ni pintado algo de “El mundo y sus demonios” de Sagan, pero tiraré de ficción y me decantaré por otro autor; los cuentos suelen llegar más profundo a rascar la esencia de las cosas. Arthur C. Clarke se reservó para el final de su fantástica novela, “El Fin de la Infancia”, la razón por la que los “superseñores” (“overlords”) tienen el aspecto de los demonios más clásicos del imaginario colectivo, era algo atávico. Tal vez la cosa vaya por ahí, tal vez Clarke, como en muchas ocasiones, tenía razón.


Jesús Carmona

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